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LA NOCHE DE LOS NAHUALES ||Benjamín M. Ramírez

by Redacción Pulso Ciudadano

Es la hora de la visita. Afuera de urgencias se arremolinan decenas de personas. Llego puntual.  Es la hora exacta. Arriba de un pedazo de barda divisoria, tomada como podio, se encuentra una trabajadora del IMSS. Ataviada con su respectivo uniforme. Desconozco su función. Supongo que es la encargada de dar los avisos a los familiares con pacientes internados en esta clínica.

 

Todos los presentes se encuentran inconformes. Quisiera transmitir en vivo —a través de Facebook—, la inconformidad. Sentimientos encontrados se agolpan en mi interior.

 

«— ¿Cómo que la hora de visita se canceló?» —Dice una voz.

 

«— Todos los pacientes se encuentran estables», —suelta de golpe la trabajadora del IMSS. —No hay más información, resalta. — No hay visita, —destaca y resulta—. —Hasta las once de la noche.

 

Algunos increpan si se va a considerar el tiempo de visita cancelado en punto de las once. No hay respuesta.

 

Unos se atreven a interrogar a la vocera en ciernes. Iracunda, espeta: —Ya le dije, señor. No hay visita. Ya leí la lista. ¡QUE NO ESCUCHARON! —Acabo de llegar, expresa el interpelado, con voz tímida, acallada y arrepentida.

 

«— ¿Su apellido? —Pérez.

«— ¡EL DE SU FAMILIAR! No el de usted.

«— González.

«— Se encuentra en valoración. —No puede pasar.

 

Quienes se atreven a cuestionar son interpelados con la misma fiereza. ¡QUÉ NO ESCUCHÓ! ¡ACABO DE “LEEEER” LA LISTA! «Señorita. Recién llego. No pude escuchar. Si me hiciera, usted, favor. No tengo noticias de ella, desde que entró. El mismo ritual, el mismo modo, el mismo trato.

 

Otra voz tímida le pregunta. La dureza aflora en la respuesta. — ¡ACABO DE LEER LA LISTA! Si no los nombré no pueden pasar. Sólo a los que nombré podrán pasar. Ya leí la lista. Ya les informé.

 

«— ¡Señorita, disculpe! —No escuché. —Le solicitan el nombre, coteja con una lista—.

«— Puede pasar. ¡SÓLO UNO! ¡LÁVESE LAS MANOS!

 

La voz, apenas audible, me pide que pase.

 

«— ¡Puede pasar! Me dice, como musitando una oración.

 

Paso. Es la primera vez que visito a un paciente en la sala de urgencias. La última vez sólo me quedé en la sala de espera. No podía entrar. Acompañaba a uno de mis estudiantes herido de bala, víctima de un asalto. Un asalto irrisorio. En donde la vida se perfila como la negación frente al proyectil disparado, a mansalva.

 

¡PREPAREN UN CUARTO ROJO! —decía el socorrista por la radio. —¡URGENCIA NIVEL UNO!—.

 

En ese entonces la ambulancia llegó casi media hora después de haber reportado al 911. Probablemente un tiempo de gran valía frente a la sangre joven que se derramaba y, con ella,  la vida se escapaba.

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Mis estudiantes sostienen que me quedé en shock, un término eufemístico para mí —ellos lo expresaron de otro modo—. Siempre he sostenido que la experiencia frente a miles de casos similares, eventos sangrientos o de situaciones críticas debieron curtirme para responder con prontitud ante cualquier emergencia.

 

¡CUARTO ROJO! Aún hace eco en mi cabeza. Y los gritos de dolor, minutos después de haber sido ingresado. Del lugar donde cayera este chico, —víctima de la inseguridad— a la sala de urgencias, no los separa ni seiscientos metros.

 

Recorro el pasillo de urgencias. Volteo hacia un cuarto. Alcanzo a leer: “Esta silla fue donada por la fundación […]”. Apuro el paso. No alcanzó a leer. Veo a varios pacientes de pie. Algunos en una silla. ¡Es que no hay cama! alcanzo a escuchar. Es la hora de visita. Reviso el parte médico. Alcanzo a visualizar unos garabatos. La letra pequeña ya no es lo mío y tampoco tengo 14 años.

 

Simulo que logro comprender los alcances de los papeles. Veo unos recortes sobre la cabeza de los pacientes. Algunos de color verde; otros, amarillos; unos más, rojos. Mientras observo la postración de mi paciente busco el botón de alerta, como de los que se ven en las películas. De esos, que con sólo apretarlos, inmediatamente, —como por arte de magia—, aparecen médicos y enfermeras, para atender la emergencia.

 

La vida de ensueño en nada se parece a la realidad.

 

Algunos que llegan, se van para siempre. Otros más están en la sala de espera. A la expectativa de la oportunidad de ser atendidos, con dignidad, con un servicio expedito, pronto y de calidad. Pues para eso paga uno sus contribuciones que, en la mayoría de los casos, —los montos—, se diluyen en la gruesa nómina y prestaciones y subvenciones de los que goza el personal del IMSS, entre estos, los súper aguinaldos, prestaciones libres de cualquier impuesto ya que el instituto se encarga de ello.

 

«— Usted no tiene nada. Me dijo el médico de urgencias. Pase mañana con su médico familiar.

 

«Pero me duele, —le contesté, —parafraseando a Galileo. Observó mi insistencia. Garabateó unas letras sobre un papel reciclado. ¡TÓMELOS! ¡VAYA A SU CASA! —Media hora antes me habían chocado por alcance—. Con la defensa trasera y la cajuela arrinconada, el dolor en el cuello y espalda eran insoportable. A juicio del médico no tenía nada.

 

Al día siguiente me presentó a mi clínica de adscripción. Me contaron los que estaban delante de mí, una treintena de personas, que tuvieron que levantarse temprano, —como a las tres de la mañana llegué para alcanzar cita, y ya habían unas quince personas formadas—. —Hay que llegar más temprano—. Eran diez antes de las seis.

 

A las ocho de la mañana sale una joven ataviada con el uniforme del personal del IMSS. La expresión suena como un trueno en mi consciencia. ¡YA NO HAY CITAS! ¡VENGAN MAÑANA, MÁS TEMPRANO! La expresión taladra irónica, burlesca, anodina.

 

«Y mi cuello. —Y mi espalda.

 

Espero a que vuelva la tranquilidad ante el desconcierto y la inconformidad de decenas de derechohabientes. Una mujer le reclama al esposo. —Te dije que vinieras más temprano. Desde las doce y no quisiste. Ya ves que en urgencias no nos quisieron atender al niño. Ahora ¿qué hacemos? Si estamos sin dinero.

 

Me apersono frente a la secretaria del consultorio. Le explico a quién me atiende. —Fui a urgencias y el médico que me atendió me refirió a mí clínica de adscripción […] Me interrumpe molesta. Alcanzó a ver que se encuentra en su “face”.

 

«— ¡YA NO HAY CONSULTAS, SEÑOR! Venga más temprano o vaya a urgencias.

 

Cuando pueda iré a Médica Sur. Quizá ahí sí puedan atenderme. Al menos de la arritmia cardiaca.

 

O —a lo mejor— aplique la clave triple cero para obligar al personal del IMSS a cumplir con sus obligaciones frente al derechohabiente, que para eso paga uno sus contribuciones.

 

Quizá Mikel Arreola pueda atenderme y decirle —frente a frente— que lo que dijo en campaña dista mucho, del discurso fantasioso a la realidad, como unos seiscientos metros.

 

Afuera, un Space X surca el cielo estrellado en esta frontera. No me quedo con las ganas. Transmito en vivo.

 

Veo pasar frente a mis ojos, miles de dólares que pudieran cubrir el costo total de la operación urgente de mi paciente postrado, al menos diez mil veces. Aunque fuera… en Médica Sur.

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